PESCADORES
Desde la baranda
miro dos inmensidades: La del agua desplazándose hacia el nivel del mar y la
del inmenso cielo que se pierde en el filo verde de las islas. Allí arriba
pululan nubes besadas con colores prestados por los rayos del sol. Es lo que
puedo mirar desde mi lugar mientras el imán barre el lecho ribereño buscando
hierros olvidados por el hombre. Unos metros más a la izquierda otros pescadores,
los de verdad, rogando un pique decente. A ambos nos une el fracaso. El río no
entrega nada y guarda celosamente sus pertenencias a sus usurpadores de buena
fe. Otra cosa nos une: Disfrutar la experiencia de pescar independientemente
del resultado. Mejor si sale algo. Bien si no sale nada. Un pequeño momento de
felicidad que, al final es lo único que nos llevaremos.
No me rendía en
el intento y así el imán entraba y salía del lecho sin que el magnetismo haga
su magia con tesoro alguno a menos que entendamos por tesoro láminas de óxido y
barro negro. En medio de esa faena se acercó a la baranda un curioso. Llevaba una
canasta con cosas para vender. Cabello castaño largo, cuidada barba de
herradura, delgado en suma y una mirada de paz, de indulgencia plenaria que perdonaba
todos los pecados. Vestido de ropas holgadas, casi como una túnica. Una
auténtica impresión 3D de Jesucristo.
Miraba con curiosa
divinidad mis intentos de arrebatarle la nada a las aguas esquivas.
-
¿Qué anda haciendo m´ijo?
-
Divirtiéndome un rato –
contesté
-
¿Sale algo?
-
No, la gente no pierde nada y
el rio tampoco. ¿Qué vendés?
-
Pancitos caseros hijo. ¿Querés
una bolsita? Están calentitos recién hechos.
-
Gracias Máster, pero no tengo
plata.
-
Haceme transferencia. Sale
milquinientos.
Como nadie sale
sin celular y ningún celular no tiene billetera virtual compré una de las
bolsitas. Sólo al tacto esos panes eran una auténtica bendición. Guardé la
bolsa en la mochila, lo saludé y ya cansado de una pesca sin logros comencé a
enrollar la cuerda. Cuando levanté la vista ya no estaba y ni siquiera pude
verlo alejándose.
Retorné a mi
casa en la bicicleta. Conforme pegada la vuelta cada pedaleada se me volvía más
mesada cuadra a cuadra. La mochila comenzó a pesar más de lo acostumbrado. Mi
espalda se encorvaba ante un peso que se me parecía poco normal. Lo atribuí al
cansancio del día. Las ruedas estaban bien infladas. Eso no podía ser.
Llegué a mi casa
a duras penas. Transpirado. Exhausto. Cuando detengo la bicicleta casi me caigo
de costado. La mochila pesaba espantosamente. Cuando la vi estaba terriblemente
hinchada. Casi a punto de explotar como una ballena muerta fermentándose en la
costa. Cuando entro a casa arrastrando la mochila ésta explota revelando su
insólito contenido. No una, sino doce bolsitas de pancitos caseros calentitos desparramándose
multiplicados por todo el living. Un rato después el celular me avisa que los
milquinientos que había pagado fueron reintegrados por cuenta inexistente.
Comentarios
Publicar un comentario